jueves, 22 de octubre de 2009

Estamos matando, “La Cultura”.




Me han dicho que descansa, aunque parece que lo hiciera eternamente.

Permanece sentada en una vereda de la ciudad, entre el ruido furioso de pálidos automóviles y algunos transeúntes despellejados de carisma.

Transfigurada en el desahuciado semblante de un humilde caballero, se busca a sí misma, perpleja, desorientada.

Ha sabido ser el hambre de los pueblos sometidos que ignoran, y el alimento de cínicos intelectuales cuando de manipular se trata. El legado de una valerosa anciana a sus tímidos nietos, y hasta fuente de salvación de pequeñas comunidades que se han intentado hacer desaparecer en tiempos no muy lejanos.

Habiendo nacido casi por una necesidad de subsistencia comprensible y enriquecedora a la vez, hoy sólo piensa en dormir.

Y allí yace, desganada, ocasionando débiles daños irreparables que no sienten vergüenza de ser.

Su falta, esa ausencia amenazante que va gestándose en las viseras de todo aquel potenciado de crear compañía en la soledad, destroza las sutiles esperanzas de los que poco poseen a nivel material.

Y así comienza, en la seguridad de instaladas circunstancias, un camino lento como desalentador hacia la falta de claridad.

Son hábiles y majestuosos sus movimientos premeditados para transformar esta gestación disfrazada de naturaleza, en una enfermedad que en silencio a todos contagia.

Sobre una de esas calles perdidas entre los muros rutinarios de la urbe, se encuentran ellos. Un charco de húmeda sangre los rodea. Han comenzado un inevitable camino hacia el agónico deceso de las almas sensibles, con capacidades creativas y de pensamiento.

Los días están siendo contados por el mayor de esta inocente historia. En su soberano trono de oro, ríe hasta el cansancio y posiciona sus últimas despreciables piezas para dar el golpe más duro que la historia jamás haya recibido.

Quizá sea este el delito más grave, se ha secuestrado a la verdad. Sin ella, viviremos teniendo que elegir entre inútiles posibilidades al momento de decidir, cual o tal cosa.

¿Elegir? Qué libres somos! Aquí, la enajenada mano del hombre, ha superado toda suposición. Las aislantes máquinas robóticas no han podido con él, con su fuerza bruta y su talento abrumador para atentar contra sí mismo.

Casi como un acto reflejo, se revuelcan. En este charco de frío solo sienten temor. Y es así como es más fácil apoderarse de las valiosas vidas.

En laberintos ocultos dentro de impenetrables pantanos, se van enroscando como si formaran parte de una gran masa sujeta a la merced de su excelentísimo.

En el mismo instante, exacto, en las profundidades acuáticas del río amazonas, un salvaje caimán de dientes afilados, destroza a su presa con total impunidad. La persigue y enfrenta hasta arrinconarla entre la soledad y la miseria misma.

Dejándole no más que un camino a elegir, hace de ella un alivio para el estómago. Alivio pasajero por cierto, no podemos creer que el día de mañana no volverá a hacerlo. Si bien la presa no es chica, su codicia y ambición de autosatisfacción es inagotable.

Seguirá nadando, y en la transparente profundidad siempre habrá preguntas sin responder.

Mientras tanto, en las limitaciones de los asfaltados seguirá presente ese charco de sangre, esa daga que explora con la más cruel voracidad, desentrañando la calma, socavando la grandeza para hacerla casi imperceptible a la mirada interior.


Esteban Lamarque